RUIDO#01: La inocencia perdida del príncipe de Persia

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La estática genera un sonido roto en la pantalla. Una mezcla estridente de zumbidos y golpes oculta las voces bajo el estruendo. En esta sección, «RUIDO», hablo sobre temas que están de actualidad e intento dar mi opinión más allá los principales debates mediáticos. ¿Qué se oculta tras tanto ruido?

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En febrero de 2005 se publicó Prince of Persia: Las Dos Coronas, la tercera entrega de una saga – las arenas del tiempo – que fue algo así como la reinterpretación de Ubisoft de las aventuras clásicas y la consolidación de la franquicia como uno de los grandes plataformas en tres dimensiones (tras un primer intento que había dejado la popularidad del príncipe algo trastocada). Por entonces yo tenía nueve añitos y Prince of Persia: Las Arenas del Tiempo había sido mi primer contacto con el personaje. No tenía ni idea de su legado ni la tendría hasta mucho después, pero el juego de Ubisoft me marcó como pocos. Enseguida jugué la siguiente entrega, El Alma del Guerrero, y cuando la tercera llegó al mercado decidí invertir en ella el dinero que me habían dado para mi cumpleaños.

Mis padres me llevaron a un Alcampo y aprovecharon para hacer la compra. Recuerdo con una nitidez sorprendente – yo, que apenas me acuerdo de lo que comí ayer – el momento en que llegamos al pasillo de los videojuegos y recorrí cada columna buscando el mío. Solo quedaba uno. Mi padre tuvo que bajarlo y enseguida me aferré a él. No volví a soltarlo – leía la contraportada y observaba con admiración un arte que ahora me resulta de un gusto discutible – hasta que atravesamos la línea de pago y llegamos al coche.

Literalmente no volví a soltar el juego: atravesé la caja, las alarmas, la puerta de salida… sin separarme un solo segundo de mi copia de Prince of Persia: Las Dos Coronas. Cuando me quise dar cuenta, me había largado sin pagar y nadie se había fijado en mí. Y yo, que siempre fui demasiado inocente, sentí el impulso de volver corriendo junto a la caja de pago y disculparme por el robo. Fueron mis padres, sorprendidos por lo que acaba de pasar pero algo más astutos, los que aprovecharon para darme una pequeña clase de picardía. La posibilidad de tener el juego que deseaba y no perder mis ahorros resultó seductora.  Y no diré que fuese un acto traumático  pero ese regusto a pérdida de la inocencia – el sentimiento contradictorio de tener lo que quería pero haberlo conseguido de una manera poco apropiada – acompañará para siempre mi recuerdo de aquel juego. 

Prince of Persia: The Lost Crown es el regreso de la franquicia tras muchos años en horas bajas. Tras el éxito y el agotamiento de la saga de las arenas del tiempo, Ubisoft intentó llevar al príncipe por otros caminos. Adaptaciones y spin-off aparte, la siguiente entrega relevante – o que quiso serlo – fue una especie de reboot publicado en 2008. Con el salto a la nueva generación de consolas, se aprovechó para darle un lavado de cara al personaje: sin distanciarse del plataformeo y el combate accesible, se apostó por un coqueteo con el mundo abierto que favorecía la exploración de su universo y terminaba de coronarse con un estilo artístico cel-shading que reinventaba la identidad visual de la saga anterior. En su momento, el juego no terminó de encajar, aunque en lo personal siempre le tuve cierto aprecio y siento que sí se ha reivindicado a posterior. Después vino el último intento: Prince of Persia: Las Arenas Olvidadas llegaba en 2010 como un regreso a los juegos anteriores y venía acompañada de una película de calidad cuestionable. Este sí fue un pequeño gran desastre, en el que Ubisoft intentó replicar lo que hizo grandes a los juegos de las arenas del tiempo sin preocuparse por pensar en que, efectivamente, los años habían pasado y replicar las mecánicas y el tono no iba a ser suficiente para convencer a un público que ya estaba a otras cosas (por poner algo más de contexto: en 2007 se habían publicado juegos que sentarían precedente en el triple A, como Bioshock, Mass Effect o… el propio Assassins Creed).

Supongo que estos – nada más y nada menos que – catorce años de silencio le han sentado bien a este The Lost Crown. No por dejar respirar a la franquicia – a estas alturas, ya estaba más que enterrada – sino por distanciarse lo suficiente como para poder romper casi del todo con ella. Y es que este regreso es un reboot completo: es otro mundo, otros personajes, otro género, otras mecánicas, otras formas de entender el juego.  Y, aun así, si digo “romper casi del todo” es porque, a pesar de que para esta nueva entrega la franquicia se ha transformado en un metroidvania de manual, hay cierto empeño en que se mantenga la conexión con el pasado. Lo hay en el plataformeo, que reinserta las trampas, los postes, las paredes y los vacíos marca de la franquicia en este nuevo diseño en dos dimensiones; en el movimiento del personaje, que es la otra cara de ese diseño de niveles medido al milímetro, y consigue que las carreras a través de los muros y los saltos imposibles repliquen un estilo reconocible; y también en la propia ambientación, que si bien construye un universo de fantasía alejado de cómo solían ser los mundos del príncipe de Persia, no renuncia a elementos icónicos como la arena y la importancia del tiempo.

Partiendo de esa base, Ubisoft desarrolla un nuevo príncipe al que las exigencias del metroidvania le sientan como anillo al dedo: navegar por las salas con la agilidad del personaje – sobre todo a medida que se adquieren las distintas habilidades – y esquivando las trampas que surgen es gratificante como en pocos juegos, así como resolver los puzles haciendo uso de ese mismo repertorio y, cómo no, dominar las posibilidades de un combate que en un primer momento puede parecer excesivamente simple – como lo era, por otra parte, en juegos anteriores – pero que permite profundizar tanto como el jugador quiera y pueda. Y es curioso cómo los elementos que se conservan – o se rescatan – encajan en el nuevo esquema hasta el punto en que parecen confeccionados para la ocasión. Es una sensación extraña la de jugar esta nueva entrega y ver que, efectivamente, todo lo que había sido la saga de las arenas del tiempo encaja dentro de un género tan distinto y, lejos de resultar forzado, se justifica de maneras razonables. A partir de ahí, la interpretación del metroidvania que hace The Lost Crown va mucho más allá de su propia herencia: el movimiento, el diseño de niveles, el combate… todo se expande de una manera considerable.

Y lo consigue haciendo que esos elementos iniciales, una vez encajados dentro del nuevo esquema, se desarrollen tomando como referencia los grandes metroidvania independientes de los últimos años. El movimiento fluido por un mapa intrincado que requiere de cierta implicación, la confianza en el jugador a la hora de plantear combates y secciones de plataformas desafiantes, lo expansivo de su propuesta, capaz de relegar a la opcionalidad segmentos de mapa, puzles y combates… son características que definen el metroidvania moderno pero el videojuego mainstream había abandonado durante muchos años (como apunte: a excepción de Metroid Dread, ni si quiera las sagas que dan nombre al género estaban participando de él; el caso de Bloodstained, con Igarashi teniendo que buscar en en el micromecenazgo la oportunidad de hacer un Castlevania, es representativo de esto), y han sido estudios más pequeños con propuestas más arriesgadas los que han reavivado al género durante ese lapso. No es casualidad que, tras tanto tiempo de olvido, Ubisoft vuelva al personaje con este proyecto de un alcance sensiblemente menor al de sus grandes apuestas: la intención, no sé si de parecerse, pero sí de provocar reminiscencias a juegos como Hollow Knight, Dead Cells, Ori e incluso Blasphemous está ahí. Y la sensación de que llega en un momento ideal para aprovechar el rebufo de todos esos éxitos que han peleado y, en mayor o menor medida, arriesgado para encontrar su encaje dentro del mercado me despierta cierta suspicacia.

Con esto no quiere decir que grandes compañías no tengan derecho a recuperar el interés por géneros y formas de entender el videojuego que se habían relegado a los márgenes de la industria (habrá, de hecho, quien diga que aquí también hay un regreso al plataformeo en dos dimensiones del Prince of Persia original, aunque creo que poco más que un guiño), pero si nos molestamos en pensar qué aporta Prince of Persia: The Lost Crown a la tradición en la que se enmarca, creo que la respuesta es más bien poco. El gran aplauso que está recibiendo la compañía por salirse de las fórmulas que lleva años siguiendo contrasta con lo formulaico – en su relación con las aportaciones de otros – que resulta este juego. La única innovación llega, quizás, en cuestiones de accesibilidad (la posibilidad de capturar una imagen de las salas por las que no podemos avanzar es el mejor ejemplo) con las que se intenta acercar el metroidvania a otros públicos. Son opciones que mucha gente agradecerá y que está bien que existan, pero vienen a confirmar la intención de Ubisoft con este juego: situarse como último peldaño de una corriente de trabajo ajeno para recoger – y multiplicar, gracias a unos mayores recursos que hacen el juego más llamativo y permiten mejoras en lo que suele llamarse “calidad de vida” – los frutos que otros han sembrado durante los últimos años.

Por todo ello, en mi relación con el nuevo Prince of Persia resuena la anécdota que contaba al principio del texto. En el caso de Prince of Persia: Las dos coronas, esa pérdida de la inocencia infantil me provocó sentimientos encontrados, aunque no impidió que disfrutase el juego. En el caso de este The Lost Crown es el proceder de una gran compañía lo que hace que mi experiencia se empañe, porque no puedo evitar sentir, mientras vuelvo a disfrutar – y mucho – con un juego de la franquicia, que estoy aplaudiendo una desvergonzada y absoluta falta de inocencia.

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