Possum Springs y el agujero en el centro de todas las cosas

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Este texto lo escribí en octubre de 2020, pero –como otros tantos– no llegó a publicarse. Lo rescato tal como lo dejé en ese momento, aunque ahora cambiaría, añadiría y quitaría frases y párrafos enteros.

Todos hemos sentido un vacío. Ese algo –o esa nada– que se acumula en el pecho, que oscurece el futuro y se amontona sobre nuestras retinas hasta llegar a nublarnos la mirada. Lo sentimos como un agujero que crece en nuestro estomago con cada nueva palada de desesperanza: una acumulación de facturas sobre la mesa, nuestra lista de proyectos abandonados, los sueños que se van olvidando. Y cuanto mayor se hace ese agujero, más hueco queda nuestro cuerpo. Más arrastramos cada paso. Y el proceso es también inverso: el vacío nos arrastra hacia sí; hasta el punto en que es capaz de llevárselo todo.

A menudo buscamos la culpa en nuestros fallos: algo habré hecho mal, quizás no he sido suficientemente bueno. Tal vez todo esto me supera. El trabajo, la universidad, la familia, cualquier cosa. Intentamos encontrar el motivo o los motivos que hayan podido crear ese punto de fuga que nos está devorando.

A Mae Borowski, el vacío la arrastra de nuevo a su pueblo, tras pasar un tiempo en una universidad donde las cosas no han sido como esperaba. Night in the Woods arranca con un desengaño y el inicio de un proceso de búsqueda. Porque Mae vuelve a Possum Springs para darse cuenta de que, como ella, todo ha cambiado con el tiempo, y que el regreso al hogar no hace que el pequeño agujero que ha crecido en su interior desaparezca. Al contrario: ese vacío se proyecta en todos y cada uno de los habitantes y los rincones del pueblo.

La buena relación con sus padres parece erguirse sobre una base inestable de recelos que, constantemente, aflorarán en sus conversaciones en forma de preguntas acerca de la universidad, del motivo de su regreso a casa, del costo –económico, pero también anímico– que supuso su marcha para la familia. Sus amistades de toda la vida —en especial, su amiga Bea— también han cambiado y se muestran ligeramente distantes en un primer contacto. Los vecinos actúan como si el tiempo no hubiera pasado, como si Mae todavía fuese una niña. Una niña que ha fracasado en su plan de huida. Por no hablar del pueblo y sus espacios: negocios cerrados, locales abandonados y edificios en ruinas. Todo en Possum Springs refleja el vacío que se ha apoderado de Mae.

La trama de Night in the Woods –plagada de reencuentros, de decepciones y de fantasmas– traza una línea discontinua que nos hará ahondar en esa sensación de vacío conforme el agujero en el interior de Mae se hace cada vez más grande. Lo hace cuando descubre que sus amigos siguen ensayando en grupo, pero ya no hay oportunidades para tocar ante nadie; cuando papá le explica que ha dejado su puesto en la fábrica y ahora trabaja en una carnicería; cuando descubre que su pizzería favorita ha cerrado; cuando bebe demasiado en su primera fiesta después de mucho tiempo y Bea tiene que arrastrarla hasta a casa. Nada es como esperaba y ella no es capaz de arreglarlo.

Lo cierto es que la vida está cambiando a pasos agigantados y Possum Springs, como Mae, no consigue adaptarse. Así lo gritan las tiendas que cierran, los trabajadores que buscan un hueco en el sector de los servicios porque la industria se está viniendo abajo, la iglesia abandonada por sus feligreses, la nueva autopista que ignora la existencia del pueblo y las vías del tren inundadas para siempre. Son solo algunos síntomas de un pueblo perdido, que no encuentra su sitio en mitad de una carrera global hacia el progreso en la que no hay tiempo de esperar a los que parten con desventaja.

La vieja mina es el mayor símbolo de todo esto. Un lugar que antaño supuso el motor económico de todo el pueblo y que dio trabajo —nefasto y mal pagado, pero trabajo asegurado– a muchísimos de sus habitantes. Un gran mural en la estación de tren inundada así lo recuerda: como un espacio que definía la identidad del pueblo, que alimentaba a las familias, donde los mineros eran poco más que héroes de la clase obrera. Pero la vieja mina lleva mucho tiempo cerrada. En ella hubo incidentes que el pueblo tampoco olvida: una huelga que se alargaba, cargas violentas, la muerte de muchos trabajadores. Ahora la mina es tan solo un vacío, una cueva habitada por fantasmas, un mito funesto entorno al que se construye la historia reciente de Possum Springs.

Un agujero en el centro de todas las cosas.

A medida que Mae y compañía investigan el pueblo, en una persecución espectral (la del fantasma -real- que creen perseguir y la de los fantasmas -metafóricos- que les persiguen a ellos), Night in the Woods se esfuerza por mostrar cómo el vacío que siente su protagonista es algo que va mucho más allá de su estómago. No se trata solo de un agujero erosionado a base de errores, no es algo personal: se trata del vacío estructural de un pueblo abandonado en plena era postindustrial. Un vacío que ha marcado la historia reciente del pueblo y que la propia Mae identifica con el agujero que es, literalmente, la vieja mina, pero que está en todas partes. Es el agujero que sienten los jóvenes que se han quedado, que solo pueden acceder a empleos precarios y sin futuro, mientras el hastío se apodera de ellos, y se sienten inútiles, desesperanzados, incapaces de más. Es el agujero que siente Bea cuando tiene que mentir para ligar en una fiesta, porque vivir atrapada en un pueblo vacío no resulta atractivo para los jóvenes de la universidad. Es el agujero que siente el padre de Mae, infeliz con su nuevo trabajo, asediado por las deudas, abrazando el conformismo como última arma. Es un agujero que se extiende, que lo inunda todo, que está en el interior de los cuerpos y en la vida en común de todo el pueblo, que está presente pero invisible, una nada fantasmal que persigue a quien ha crecido cerca de ella, que ejerce su fuerza centrífuga, de la que no se puede escapar.

Possum Springs me ha hecho pensar en el sitio en el que he crecido. Un barrio a la periferia de una ciudad a la periferia de Barcelona. Un lugar en el que las plazas han sido abandonadas, donde los bloques de pisos derruidos están a la orden del día, en el que apenas quedan un par de tiendas de las que frecuentábamos de niños. He pensado en los primeros años de universidad, en cómo me sentía extraño cogiendo el tren para estudiar cuando siempre había tenido la escuela y el instituto a un par de calles. En cómo muchos de mis amigos de toda la vida seguían atrapados en esas calles de siempre, encadenando trabajos precarios desde muy jóvenes, ajenos al mundo que yo estaba conociendo. Pensaba que tenía que salir de ahí, poner el pie fuera y no regresar nunca, escapar. Pero creo que es imposible. Para mí lo es.

De algún modo, el abandono al que se ha visto sometido este barrio durante años va a todas partes conmigo. La angustia de mis padres ante la posibilidad de ser desahuciados me acompaña y ese agujero revive en mi pecho cada vez que tengo que enfrentarme a un pago, cuando veo que mi cuenta peligra y me apunto a ofertas de trabajo porque creo que no me esfuerzo lo suficiente. La soledad de mi abuela en sus últimos años también ensancha ese agujero de vez en cuando, los amigos que he perdido, la vieja masia en la que jugábamos y han reconvertido en un restaurante en el que la gente del barrio no puede permitirse una triste cerveza.

La historia de Mae me ha obligado a pensar en todo esto. En cómo el vacío que a menudo siento no tiene tanto que ver con mis errores sino sobre todo con problemas estructurales, con la marginación de los barrios, con la clase a la que pertenezco, con el agujero en el centro del lugar en el que me ha tocado crecer. También me ha hecho redescubrirlo con otra mirada, una que siempre he tenido presente pero que olvido con facilidad: la del amor hacia todo esto, la del vacío que solo puede llenarse en comunidad, la del orgullo, la de haber crecido en un lugar abandonado pero vivo a pesar de todo. Y humano.

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